Por: Malú Hernández-Pons
Líder de Saber Nutrir en Grupo Herdez
Cada año, el 16 de octubre, el mundo se une para reflexionar sobre un tema que, aunque cotidiano, sigue siendo profundamente urgente: la alimentación. En México, hablar de comida implica mucho más que hablar de sabores o tradiciones, es hablar de oportunidades, de acceso y de justicia social. Y si hay un punto de partida clave para transformar nuestra relación con los alimentos, es la forma en que educamos a las infancias sobre su valor.
Hablar con los más pequeños sobre alimentación no significa únicamente enseñarles qué alimentos son “buenos” o “malos”, sino ayudarlos a comprender el vínculo entre lo que comemos, el origen de estos y el entorno que los hace posibles. En un país donde millones de personas enfrentan algún tipo de malnutrición —desde la desnutrición hasta el sobrepeso—, es esencial que las nuevas generaciones crezcan con una visión más completa y consciente.
El reto no es menor. En muchos hogares, los niños aprenden sobre comida a partir de la inmediatez: lo que ven en la televisión, en los empaques o en los refrigeradores. Pero pocas veces se les habla de la historia que hay detrás de cada plato: del trabajo de las personas que cultivan los alimentos, del cuidado de la tierra, o de cómo nuestras decisiones diarias impactan en el planeta y en las comunidades productoras.
En todo el mundo, millones de personas viven en condiciones de inseguridad alimentaria, una realidad que se refleja también en México, donde muchas familias aún enfrentan dificultades para acceder de forma constante a alimentos nutritivos y suficientes. Al mismo tiempo, el desperdicio de alimentos muestra una desconexión creciente con el origen y el valor real de los alimentos. Esta paradoja —entre escasez y exceso— nos recuerda que la educación alimentaria no puede limitarse a lo nutricional, debe ser también una herramienta de conciencia social y ambiental.
Ahí radica una gran oportunidad. Desde la familia, la escuela y las empresas podemos construir mensajes y entornos que promuevan una alimentación informada, sostenible y empática. Cuando los infantes participan en actividades como sembrar una planta, cuidar un huerto o preparar una receta sencilla, no sólo aprenden sobre nutrición, aprenden sobre responsabilidad y gratitud. Pequeñas acciones que, con el tiempo, fortalecen una conciencia más solidaria y respetuosa con el entorno.
Existen programas comunitarios, como Saber Nutrir, que hoy buscamos precisamente eso: acercar el conocimiento y la autosuficiencia alimentaria a las familias desde la infancia, integrando valores como el respeto a los recursos naturales y el aprovechamiento de los productos locales. Son esfuerzos que demuestran que sí es posible enseñar desde el ejemplo, conectando el bienestar individual con el colectivo.
En este Día Mundial de la Alimentación, vale la pena preguntarnos: ¿qué tanto estamos enseñando a los niños sobre el valor real de los alimentos? No sólo el que se mide en pesos o calorías, sino el que se expresa en esfuerzo, en respeto por la tierra y en empatía hacia quienes la trabajan.
Porque alimentar bien no es únicamente nutrir el cuerpo, sino también la conciencia. Y sembrar esa conciencia desde la infancia puede ser una de las acciones más poderosas para construir un futuro donde la alimentación sea un derecho, no un privilegio.