Por: Daniela García González
Hace unos meses, diversas noticias comenzaron a alertar sobre la cantidad de agua que utilizan modelos de inteligencia artificial —como ChatGPT— para generar imágenes estilo Ghibli. Titulares como “La sed de ChatGPT: la IA consume una cantidad de agua alarmante” o “El costo oculto de la IA: ¿Cuánta agua gasta ChatGPT al crear imágenes?” captaron la atención del mundo, obligando a muchos a preguntarse, quizá por primera vez, por el impacto ambiental de seguir tendencias digitales aparentemente inofensivas.
Hoy quiero preguntarte, ¿qué pensarías si te dijera que cada newsletter al que estás suscrito también tiene un impacto ambiental? ¿O que cada correo electrónico que envías o recibes conlleva un consumo energético? Aunque pueda parecer exagerado, lo cierto es que el ecosistema digital tiene una huella física muy real.
Un estudio realizado en 2019 por Ovo Energy, en Reino Unido, estimó que, si cada adulto británico enviara un solo correo electrónico menos al día, se evitaría la emisión de 16,000 toneladas de CO₂ al año. De acuerdo con cálculos de la Agencia de Protección Ambiental de EE. UU. (EPA), eso equivaldría a retirar de circulación cerca de 3,500 autos particulares durante un año. ¿La razón? Cada mensaje viaja por redes que consumen energía, se almacena en servidores que requieren electricidad y sistemas de enfriamiento, y muchas veces permanece años sin ser eliminado.
En el caso de la inteligencia artificial, algunas estimaciones apuntan que entrenar un modelo avanzado puede requerir cientos de miles de litros de agua, utilizados principalmente para enfriar los centros de datos. Parte de esa agua se reutiliza en sistemas cerrados, pero una gran proporción se pierde en forma de vapor. Si bien este consumo no se compara con industrias como la agrícola o la textil, sí es suficiente para recordarnos que incluso lo digital deja huella.
Y es que algo clave es entender que simplemente existir ya genera un impacto ambiental. La diferencia está en qué tan grande decidimos que sea esa huella. Lo mismo ocurre con la tecnología.
Afortunadamente, también hay un lado verde. Hoy existen soluciones tecnológicas capaces de enfrentar los desafíos ambientales con eficacia. Desde el uso de datos para trazar cadenas de suministro sostenibles, hasta plataformas que monitorean huellas de carbono en tiempo real, pasando por sistemas de economía circular habilitados por blockchain o inteligencia artificial aplicada a la eficiencia energética.
En el sector de alimentos, por ejemplo, ya se utilizan sensores en cultivos para optimizar el uso del agua, empaques biodegradables desarrollados con biotecnología e incluso algoritmos que predicen la demanda de consumo para reducir el desperdicio. La tecnología está ahí. El reto está en usarla con intención.
Implementar tecnología verde no se trata únicamente de reducir costos o cumplir con regulaciones: implica adoptar una postura activa frente al planeta y frente a las personas. Se trata de orientar la innovación con propósito, de regenerar en lugar de simplemente optimizar.
Lo mismo aplica para nosotros como individuos. Cada decisión que tomamos en nuestra vida digital impacta la vida física. Por eso, prácticas tan simples como depurar nuestras suscripciones, cancelar newsletters que ya no leemos o evitar correos innecesarios también forman parte de una cultura digital más consciente y sostenible. Porque incluso lo más invisible —como un correo que nunca abrimos— impacta.
Tal vez no podemos cambiar el mundo entero desde donde estamos. Pero sí podemos cuestionarnos: ¿lo que usamos, lo que producimos, lo que promovemos… ayuda a regenerar o contribuye a desgastar? Al final, la tecnología no debería ser un fin, sino un medio. Un medio para hacer las cosas mejor. Mejor para las personas, sí. Pero también mejor para el planeta.