Por: Nora Méndez, directora de Fundación Aliat de Aliat Universidades
Hace alrededor de 19 años, le compré a mi hija una serie de libros publicados por Alfaguara y UNICEF de la colección Derechos del Niño, los cuales se explicaban a través de historias y cuentos sencillos, con introducciones de grandes plumas y personajes.
Uno de ellos me marcó especialmente, Una semilla de Luz, que aborda el derecho a la igualdad, pues me pareció que explicaba con una gran claridad lo que debía ser, en última instancia, una política social integral: “que todos los miembros de una sociedad tengan un lugar en la misma, que les permita satisfacer plenamente sus necesidades”.
El énfasis está precisamente en el todos: la inclusión de niños, niñas, hombres, mujeres, personas con preferencias sexuales diversas, jóvenes, adultos mayores, personas con discapacidad… revalorando su aportación a la sociedad, más allá de que se les considere “adecuados” o “útiles” desde un punto de vista de productividad económica.
Parecía un chiste que un cuento infantil me moviera tanto. Para entonces yo había tenido la oportunidad de estudiar Administración Pública en una de las instituciones más prestigiadas del país, así como de trabajar algunos años en diferentes áreas y ámbitos de gobierno, prácticamente todo el tiempo centrada en temas sociales, gracias a un sesgo personal y familiar que abarcaba ya tres generaciones.
En todo este trayecto, me había topado –y peleado– una y otra vez con la visión asistencialista como con la concepción de política social definida “como una ambulancia que va recogiendo lo que deja a su paso la política económica”.
Por lo que esta perspectiva de rescatar el valor intrínseco de la persona y de la necesidad de generar oportunidades para todos, terminó de reenfocar mi atención hacia nuevas búsquedas y propuestas para la atención de los asuntos sociales.
La pregunta general era, entonces, ¿qué hacemos para equiparar oportunidades?, pero también ¿a quién le corresponde generarlas?
Por mucho tiempo pensamos que decir asuntos públicos era prácticamente lo mismo que hablar de asuntos de gobierno, aquello que le correspondía a este último atender.
Poco a poco fue extendiéndose la comprensión de que, desde el ámbito de las organizaciones sociales, se podía aportar muchísimo a la resolución de dichos temas, pues lo público es aquello que nos es común, que nos concierne como colectividad.
Aún con recientes cuestionamientos de algunas autoridades sobre la relevancia en nuestro país de incorporar a los organismos de la sociedad civil en la atención de temas de carácter público, lo cierto es que la magnitud de los problemas hace más que evidente la necesidad de sumar su participación.
Todavía más. Las desigualdades que vivimos actualmente hacen que cada vez seamos más –incluyendo instituciones internacionales y multilaterales—quienes reconocemos que el sistema económico actual ha dejado a demasiadas personas rezagadas y que es fundamental incorporar de lleno a la empresa como agente de cambio dedicado objetivamente a generar condiciones más incluyentes para todos.
Desde esta óptica, el sector privado pasa de ser visto y de verse a sí mismo como mero creador de empleos y utilidades, a concebirse como un generador también de oportunidades de inclusión de grupos vulnerables en sus propias cadenas de valor.
Economía social; capitalismo social; negocios inclusivos; movilidad social; Sistema B; Pacto Mundial… son sólo algunos de los conceptos y estrategias que dan cuenta de que somos cada vez más quienes estamos convencidos de que, desde todas las trincheras –pública, privada o social— tenemos mucho que aportar para hacer que nuestro actuar cotidiano se traduzca en más y mejores oportunidades para todos, maximizando los impactos sociales y ambientales positivos y, minimizando los negativos.