Colaboración de: Nora Méndez, directora de Fundación Aliat de Aliat Universidades
A propósito del Día Internacional de la Mujer, cada 8 de marzo encontramos en todos los medios innumerables datos y estadísticas que dan cuenta de la persistente desigualdad que existe entre hombres y mujeres, tanto en los ámbitos nacional como internacional.
Este año, el número de féminas alzando la voz para señalar la emergencia que se vive actualmente en México por los feminicidios y el sistema que los adopta se han multiplicado, incitando la reflexión y concienciación de unos, pero también de reacciones absurdas que minimizan o denuestan estos movimientos en algunos otros. No voy a detenerme en estos últimos. Quisiera sí, llamar la atención hacia aquellas en mayor desventaja.
Ser mujer en este país es un reto mayúsculo en el que, al género, se superponen y acumulan diversas desigualdades -económicas, étnicas, etarias, regionales, de oportunidades educativas y laborales- colocando ahí, en el fondo, a aquellas pobres, indígenas, con piel oscura, habitantes de zonas rurales –peor aún si es en el sur del país–, cuyas oportunidades de mejorar sus condiciones a lo largo de la vida son prácticamente nulas. Así lo demuestran múltiples estudios de investigadores e instituciones de la mayor seriedad como El Colegio de México, A.C. (COLMEX), el Centro de Estudios Espinosa Yglesias (CEEY), y el OXFAM, por citar sólo las principales.
Ellas no van a marchar. Su voz no se escucha. La mayoría no tuvo nada que decir cuando se decidió que viviría en pareja; nadie le preguntó si quería tener hijos, siendo prácticamente una niña. Si se planteó siquiera ir a la escuela, es muy probable que le hayan dicho que eso no era para mujeres. Que lo suyo era traer la leña y el agua, echar las tortillas, atender a su padre, hermanos, hijos y marido. Aguantar en muchos casos la violencia de estos.
Y es que, si bien la violencia contra el género femenino no es ni por mucho exclusiva a estos contextos, sí es ahí donde se conjugan una serie de inequidades y costumbres para colocarlas en la mayor de las vulnerabilidades. Ellas no heredarán la tierra de sus padres ni tendrán acceso a opciones laborales que les permitan ampliar sus horizontes.
Los cinturones de pobreza urbana son otro caldo de cultivo sumamente adverso para las mujeres. Entornos de enorme inseguridad y violencia, desde los que emprenden trayectos largos y peligrosos para trasladarse a trabajos de baja paga y calidad. Si son madres, los servicios educativos y de salud a los que accederán ellas y sus hijos son muy limitados; de estancias infantiles o guarderías, ni qué decir.
No es mi intención estigmatizar ni caer en clichés que nada abonan a mejorar la situación que viven miles de mujeres. Parto de este extremo para ilustrar cómo son las condiciones cotidianas que las mantienen atadas y que es ahí, resolviendo situaciones objetivas, donde deberíamos concentrar la atención cuando hablamos de impulsar la equidad de género.
Ampliando el espectro, es necesario reconocer las dificultades que enfrentamos día con día, en todos los ámbitos y estratos socioeconómicos, para erradicarlas una a una y, entonces sí, poder hablar de la construcción de una nueva relación entre géneros.
Abrir en empresas y entidades de gobierno la discusión para resolver temas como la igualdad en el acceso a oportunidades educativas, laborales, al capital, las brechas salariales, los acosos cotidianos, la flexibilidad de horarios, contar con guardería, etc.; por citar sólo algunos de los temas más evidentes.
Platicar en familia sobre la distribución de las tareas del hogar, el cuidado de los hijos, enfermos y mayores. Sobre el respeto entre mujeres y hombres.
Una gran discusión sobre el nuevo arreglo social que queremos para superar reglas arcaicas que, en el fondo, reproducen el ideal del macho mujeriego y violento. Esos paradigmas que, para unas y otros, significan barreras o distorsiones al momento de establecer un plan de vida en el que desplieguen todo su potencial y que, a la vez, mucho tienen que ver con el estado de violencia estructural que vivimos en nuestro país.
Más allá de decálogos o discursos, es necesaria una comprensión profunda de las implicaciones de las desigualdades y dificultades que enfrentan las mujeres en lo cotidiano para, de verdad, atajar la violencia que sufren y dotarlas de mejores armas para mejorar sus condiciones de vida, entendiendo que, si mejoran ellas, mejoramos todos.